Cuando llegó la hora del bocadillo, Dani miró por última vez a través del monitor de la cámara tres a Marta. Definitivamente, esa chica tenía algo especial. No era sólo que fuese buena actriz –que lo era– sino que además era inteligente, divertida y asumía con filosofía y entereza que iban a pasar la semana entera encerrados rodando una sitcom para una inmobiliaria.
A Dani, encerrado en el control de realización y a los mandos del mezclador durante lo que sin duda iba a ser una larguísima jornada, se le ocurrió que la mejor estrategia posible para evitar que se le notase lo mucho que le gustaba Marta era quedarse a solas en el control de realización.
Por eso decidió coger su bocadillo y encerrarse a solas, para así permitir que su cabeza se despejase del infierno que habían sido las primeras tres horas de grabación.
Aquello era sólo un capítulo de una sitcom grabada para una gran inmobiliaria pero el director se comportaba como si estuviesen todos rodando la próxima candidata a los Oscar. Los actores y actrices estaban estresadísimos –incapaces de entender por qué el director chillaba tanto mientras ellos interpretaban un texto insulso que sólo pretendía formar a los empleados del banco en la forma correcta de desalojar okupas de sus preciosos inmuebles– y se miraban unos a otros con la incredulidad que da saber que, aunque te están pagando por tu trabajo, nadie te está pagando tanto como para aguantar un imbécil.
Al desenvolver su bocadillo, Dani no pudo evitar pensar que, en el fondo, la inmobiliaria sería muy grande pero el bocadillo era de mortadela. De fondo, se escuchaba a los actores y actrices conversar unos con otros, mientras la dentadura de Dani se esforzaba por superar el límite elástico de un pan que había conocido tiempos mejores. Sonido había dejado los micrófonos inalámbricos que llevaba cada actor encendidos y, a través de los altavoces, llegaba un suave murmullo de conversaciones que ayudaba a Dani a olvidar que aún le quedaban otras siete horas de trabajo.
De repente, ese murmullo se vio interrumpido por un sonido inconfundible y Dani tuvo que dejar de masticar. Una flatulencia se había colado de forma clara en medio de aquellas conversaciones. No era una flatulencia ligera, liviana, un gasecito producto de alguna combinación inadecuada de bacterias. No. Aquello era un terremoto gástrico; una conmoción gasesosa producto de la descomposición durante horas de varios kilos de alimentos en el interior; quien sabe si el síntoma de una enfermedad gravísima, seguramente mortal, que trataba de manifestarse a través de la acumulación excesiva de metano.
Dani dejo el bocadillo sobre la mesa de realización y a la flatulencia le siguió otra. Y otra más, cada una mayor que la anterior. Y muy pronto el sonido inconfundible de las deposiciones al caer en el agua del inodoro. No había duda. Alguno de los actores había ido al baño y había olvidado quitarse el micrófono inalámbrico.
Dani sabía lo que tenía que hacer. Se levantó, se sentó frente al mezclador de sonido y empezó a bajar uno a uno los faders de la mesa de mezclas, cada canal etiquetado con mimo con el nombre de un miembro del reparto. Antonio. Fuera. Marcos. Fuera. Tania. Fuera.
A medida que Dani iba bajando los faders, los ruidos iban empeorando. Aquello era una diarrea monumental, casi apocalíptica. Lo que estaba escuchando Dani era el intento de un intestino por suicidarse dentro de la taza de un inodoro; la bomba de Hiroshima de las disbiosis bacterianas; la versión intestinal de la erupción del Karakatoa.
Y como no podía ser de otra manera, el rugido del apocalipsis intestinal acompañó a Dani durante los treinta segundos largos que tardó en bajar los ocho faders de la mesa. Porque el azar quiso que la titular del micrófono indiscreto estuviese la última de la lista de faders y, puestos a jugar con la casualidad, la caprichosa diosa fortuna quiso que se tratase de Marta.
Aquello no cambiaba para nada sus sentimientos hacia Marta –al fin y al cabo, Dani tenía una edad y asumía con naturalidad que todos los organismos vivos, de una forma u otra, excretan los nutrientes no aprovechables fuera de su organismo. La duda que asaltaba a Dani era: «¿Debía contárselo algún día? ¿Quizás dentro de muchos años, cuando tengamos nietos y bisnietos?»
Dani bajó el último fader justo a tiempo de ver entrar por la puerta a su compañero Carlos que le preguntó –¿Qué? ¿Qué tal el bocata?
–Nada, me lo he dejado a medias. No tengo hambre –mintió Dani.
–Debes ser el único, tío.
–Ya ves. Soy así de raro. ¿Lo quieres?
Carlos ni siquiera se dio tiempo a sí mismo para responder y se limitó a agarrar el resto chicloso de bocadillo y metérselo en la boca como si fuese el último resto de comida disponible sobre la tierra.
Y los dos se quedaron mirándose en silencio. Dani, satisfecho por haber salvado la honra de su actriz favorita; Carlos ignorante de que, con un leve movimiento de su dedo índice, Dani le podía dejar sin hambre para las próximas cuatro horas.