Fíjese bien, mire a su alrededor: su jefe, su cuñado, su director general, el jefe de personal… son todos Ministros de Fomento. Larra dijo que éramos el país del “vuelva usted mañana”, yo me temo que es mucho peor: somos todos ministros de obras públicas. Los síntomas son claros: se gasta con alegría el dinero de los demás, los problemas se solucionan pasándoselos a otro y, desde luego, una vez solucionados, el mérito se lo atribuye uno a si mismo y se inaugura la solución a bombo y platillo. Si conoce a alguien con estos hábitos, no lo dude ni un momento, se trata de otro Ministro de Fomento “de tapadillo”. Según mis propias estimaciones, el número ronda los treinta millones; en un país con cuarenta millones de habitantes no está nada mal.
Somos un país de inauguradores. Cualquier problema se soluciona haciendo una obra e inaugurándola lo antes posible, en algún caso hasta tres veces. Esto lo entendió Franco perfectamente que decidió echarle la culpa de todos nuestros males a la pertinaz sequía e iba inaugurando pantano tras pantano como si no hubiese mañana. Sus sucesores lo entendieron también enseguida y sustituyeron el pantanamen por autovías, los trenes de alta velocidad y los aeropuertos. Superada la pertinaz sequía, necesitábamos ir muy rápido aunque no se supiese muy bien a dónde. Y si no lo necesitábamos, daba igual; lo importante era inaugurar algo nuevo. “Inaugura que algo queda” sería el lema que deberían encontrarse los europeos al cruzar los Pirineos.
Mantener lo ya construído, claro está, da mucho menos lustre al curriculum personal. Nadie se gana portadas a cuatro columnas inaugurando las obras del mantenimiento de la A-4, así que los socavones van poblando nuestras autovías, nuestras vías de alta velocidad y nuestros aeropuertos sin que nadie se moleste en poner ni un mal parche.
El problema es que esto no es un vicio exclusivo de la cosa pública. Empresarios, mandos intermedios, directores de marketing, productores… Todos han descubierto las virtudes de inaugurar un pantano, sin preocuparse luego de conservar las instalaciones o mantener la calzada en condiciones. El propio “boom” de la palabra “emprendedor” debería habernos puesto sobre aviso: tanto alabar al que emprende termina por suponer un despercio al que mantiene, al que conserva lo que creó en su día. Así, el ministro de fomento “de tapadillo” crea empresas, escuelas, organizaciones y luego las deja pudrirse en la indiferencia. ¿O alguien se imagina a un “emprendedor” inaugurando un plan de pago a proveedores en plazos razonables? No, hombre no, eso no da lustre; eso sólo le resuelve la vida a los desgraciados que tratan de sobrevivir a la sombra de su faro luminoso y emprendedor.
Estos genios paráclitos son los que, cuando un técnico acude a él con un problema, le miran desde la profundidad de su sillón de dirección de seis ruedines, le despachan con un “resuélvelo tú” y se quedan tan contentos, hurgando en sus fosas nasales con un palillo de dientes. Él es un genio creador, no está para las menudencias del día a día. Él dice “hágase un aeropuerto” y el aeropuerto se hace, no le vengan luego con menudencias de que si los vientos o el ILS. Resuélvalo alguien con el dinero de un tercero y punto.
Pero el peor vicio del ministro de Fomento “civil” es sin duda el de atribuírse todo el mérito de una obra que no es suya. Porque seamos justos, si alguien debería inaugurar una autovía o una línea de alta velocidad, serían en todo caso los curritos, los ingenieros y los técnicos que la han puesto en pie, no el subnormal de turno que firmó la Orden Ministerial. Pues bien, en la empresa privada, cada día, se celebran miles de reuniones en los que el mando intermedio se atribuye el mérito de “obras” en las que jamás puso un pie ni media kilocaloría: Él creó la nueva campaña de marketing de la que no escribió una linea, Él diseñó el nuevo plan estratégico del que sólo conoce el nombre y Él pergueñó el nuevo plan de estudios del que –oh, cielos– no sabría explicar ni una sola asignatura. Pero no importa porque de Él es el mérito y así se le reconocerá en las sagradas escrituras de Twitter y Facebook.
Pero hay una verdad aún peor que he descubierto recientemente. Y es que todos tenemos un pequeño Ministro de Fomento dentro. Todos tenemos un pequeño monstruo inaugurador de proyectos, emprendedor de relaciones de pareja o de propósitos de año nuevo, especializado en dejar las cosas a medias y en no dedicarles el esfuerzo que necesitan para crecer y desarrollarse. Está ahí, al acecho, esperando su oportunidad para susurrarnos al oído un “Déjalo. No merece la pena”. Y creo que, si de verdad queremos que este país llegue a algún sitio algún día, lo primero que tenemos que hacer es empezar a controlar cada uno a su Ministro de Fomento interior y no dedicar tanto tiempo a criticar a los de alrededor. Porque todos hemos sembrado tomateras que luego hemos dejado morir por un “Huy, qué cansado resulta regar” y así, como se puede comprobar de un rápido vistazo alrededor, no se llega a ningún lado.