Es curioso pero casi ningún propietario de perro menciona el juego, cuando se le pregunta por el motivo para compartir su vida con un peludo de cuatro patas. Y, sin embargo, uno de los rasgos que compartimos perros y humanos es que mantenemos el instinto y las ganas de jugar mucho más allá de la infancia. A ambos nos encanta jugar incluso bien entrados en la tercera, la cuarta o la quinta edad y muchos estudios actuales se plantean en qué medida ayudó hace miles de años, cuando aprendimos a convivir perros y humanos.
Y, sin embargo, a los humanos adultos nos da un cierto pudor confesar que “jugamos” con nuestras mascotas o, peor aún, que jugamos con otros humanos. Tanto es así que, para evitar emplear el término “juguetón”, alguien tuvo que inventarse el término “jugón” que suena más friqui, menos mainstream y, sobre todo, menos infantil.
Yo tengo que confesar que redescubrí el juego hace pocos años, apenas tres o cuatro, cuando un alumno mío me invitó a unas “sesiones de juegos” que hacían en su casa una vez a la semana. Resulta que un grupo de adultos se reunían una vez a la semana para jugar a juegos de mesa de los temas y formatos más diversos y lo hacían por el mero placer de jugar, no porque estuviesen documentándose para su tesis doctoral ni preparando un trabajo de campo sobre la influencia del azar en la mecánica de grupo. ¿Estaban locos? No podía saberlo pero me apunté inmediatamente porque algo dentro de mi se sintió atraído hacia esa iniciativa.
Como es lógico, me encantó. No sólo me encantó, es que redescubrí el mundo de los juegos de mesa, descubrí todo lo que ha evolucionado en los últimos 20 años y añadí otra afición rara a las otras muchas que ya tengo. (Simuladores de vuelo, Astronomía, trenes eléctricos,… tú di una afición rara y seguro que la tengo)
Pero además sucedió otra cosa: ese alumno se convirtió en un amigo, en un gran amigo. Y lo hizo con una naturalidad con la que no se establecen vínculos ni en el trabajo, ni en el aula, ni tomando copas hasta las siete de la mañana. ¿Por qué? Seguramente porque nos habíamos conocido jugando y pocos entornos son mejores para entablar una amistad que ese.
Con Gila, sucedió algo muy parecido. Al segundo o tercer día de estar con nosotros descubrí que le encantaba chapotear en los charcos y que, si yo chapoteaba junto a ella, parecía disfrutar muchísimo más. Así que me puse a chapotear con ella. Y recibí las mismas miradas de reprobación del resto de peatones que cualquier adulto recibiría si se pusiese a jugar a la rayuela en un parque o a jugar al “tú la llevas” en el autobús.
Porque jugar está mal visto en esta sociedad en la que vivimos. Está tan mal visto que en castellano nos resistimos usar el verbo “jugar” para actividades más nobles como la interpretación (actuar) o la música (tocar), no vaya a ser que se contaminen del infantilismo del juego.
A mi el infantilismo me toca los cojones en muchos aspectos de la vida. Me molesta que me den explicaciones sencillas para problemas complejos, que me traten como si no fuese capaz de entender las cosas o que me retiren responsabilidades “no vaya a ser que la cague”. Pero justo en este aspecto, me parece que nos equivocamos: matar al niño que todos llevamos dentro y dejar el juego “para los demás” es un error radical. Si además tienes una mascota y renuncias a “jugar con ella”, entonces me aventuro a decirte que te estás perdiendo algunos de los momentos más mágicos de vuestra vida juntos.
Este es un país de paradojas. Está bien visto comprar un décimo y dejar en manos de la probabilidad que el estado se quede con tus 20€ de rigor. O echar 10€ a las tragaperras. Pero cuando alguien te ve jugar con tu perro -y me refiero a tirarle la pelota, sí, pero también a revolcarse por el suelo, a correr a su lado, a hacer croquetas por el cesped como si no hubiese mañana- automáticamente piensa “pobre imbécil” y sigue con su perro atado de paseo. (Mientras el pobre perro se muere de envidia, apostillo)
Pues tengo una mala noticia que daros. Jugar es maravilloso. Es tan maravilloso que permite crear vínculos entre dos especies tan diferentes como un perro y un humano. Yo con Gila juego al “que te pillo” (en realidad, al “que me pilla” y me pilla siempre), a la pelota, a correr, a chapotear, a revolcarnos en la arena, a excavar en la arena y a escondernos cosas y buscarlas. Y todo eso crea un vínculo acojonantemente fuerte.
Un vínculo que nos ha permitido superar momentos muy difíciles juntos; un vínculo que le permite a ella olvidarse de sus miedos y a mi de los míos.
Y con mis amigos y mi pareja también juego. Juego al “Ticket to ride”, al “Ubongo”, al “Catán”, al “Seven Wonders”, al “Augustus”, a los “Hombres lobo de Castronegro”, al “Aventureros” y un montón de títulos más que no cabrían en artículos como este. Y a veces me jodo y tengo menos tiempo para jugar del que quisiera pero ¿sabéis qué? No me siento en absoluto orgulloso de ello. “Tener menos tiempo para jugar” no es una cosa buena de ser adulto, es seguramente la peor consecuencia que tiene trabajar y tener que pagar facturas.
Y sí, los videojuegos, los malvados vídeojuegos, también tienen cabida aquí. Porque hace años que dejaron de consistir en estar sólo en tu casa matando marcianitos y él que crea que la gente que juega a vídeojuegos sigue haciendo eso se está equivocando de lado a lado. Se juega en red, se juega en grupo, se juega en torno a narrativas que nada tienen que envidiar al cine o a la televisión y, sobre todo, esos juegos evolucionan a una velocidad de vértigo y aún no tenemos ni la más remota idea de a dónde serán capaces de llegar en unos años.
Y no, no soy jugón, lo siento. Soy juguetón. Porque me gusta jugar y me gusta saber que esa parte de mi es infantil e inmadura. Porque eso significa que esa parte de mi sigue siendo flexible, no como mis pobres articulaciones, maleable, proclive a aprender cosas nuevas. Y tener, aunque sea siquiera una neurona, dispuesta a aprender cosas nuevas es maravilloso y merece que lo celebremos a gritos por la calle mientras chapoteamos en todos los charcos.
Y si tú no quieres jugar, tú te lo pierdes. Chincha y rabia.
Este artículo está dedicado a ese alumno que me redescubrió el juego y al grupo de irreductibles galos que juegan con él cada jueves. Ellos saben quienes son
Este texto está publicado tanto en el blog canino La fiera de mi Gila como en mi blog personal www.jaimebartolome.es porque creo que tiene cabida en ambos al ser parte de mi vida perruna pero también de mi vida en general. Si has llegado a uno, asómate al otro y seguro que descubres cosas curiosas o interesantes.