Cualquiera que haya tenido que dar una clase, se ha enfrentado a uno de los problemas más viejos de la pedagogía. ¿Cómo motivar a alumnos desmotivados? Incluso los que nos dedicamos a la formación universitaria y postuniversitaria de especialidades presuntamente vocacionales nos enfrentamos con una cierta frecuencia a estudiantes con poco o nulo interés en lo que tenemos que explicar ese día.
Frente a este viejo problema hay dos posturas enfrentadas. De un lado, los que reivindican que el alumno está ahí “por algo” y el motivarse e interesarse es cosa suya. De otro, los que reivindican que el profesor tiene que ser mago, malabarista y payaso para mantener a sus alumnos “in albis” durante los sesenta minutos que dure su clase.
A priori, yo reconozco que me encuentro más cerca de la segunda que de la primera pero con reservas. Y me explico. Ser gracioso no creo que resulte motivador en una clase de tecnología audiovisual o anatomía; sacarse conejos de la chistera tampoco creo que mejore el aprendizaje de los alumnos. Pero sí es cierto que el medio modifica el mensaje y, en un aula, el profesor es el medio así que pretender que su actitud es irrelevante es bastante frívolo. Por otro lado, la pedagogía tradicional se empeña en rellenar a los alumnos con contenido que ellos no han solicitado, como si de aves de corral se tratase.
Lo cierto es que responder preguntas que nadie te ha hecho y –lo que es peor– que ni siquiera se han planteado tus alumnos no parece la forma más adecuada de enfrentar el aprendizaje. La única forma conocida de que alguien quiera aprender algo es que lo necesite. Y cuando queremos saber algo, lo preguntamos. Por eso en la universidad recibimos tanta demanda de formación instrumental –enséñame cómo funciona este software, enséñame cómo funciona una cámara– y tan poca demanda de formación teórica –ningún alumno te pide que le hagas entender cómo funciona una señal de vídeo o qué mecanismos explican la empatía personaje-espectador. También es cierto que las dudas instrumentales surgen mucho antes que las teóricas –el botón de “on-off” está ahí horas antes de que uno pueda siquiera asomarse a la teoría– y que muchos alumnos se conforman con el conocimiento instrumental y prefieren ignorar la teoría.
Sin embargo, siempre que se profundiza lo suficiente en el aprendizaje instrumental acaba apareciendo la maldita teoría y, a poco que escarbemos, empiezan a aparecer preguntas. Por eso, una solución, a la que se resisten las universidades y los centros educativos como gato panza arriba, es invertir la relación actual entre teoría y práctica. En todos los programas académicos, las prácticas aparecen como la “consagración” de la teoría. Cuando uno se sabe la teoría, tiene acceso a la práctica. Y, sin embargo, invertir ese mecanismo garantiza alumnos mucho más atentos en el aula porque, vistas las orejas al lobo, el alumno sabe que en algún lugar de lo que le están explicando está la respuesta a esa pregunta que le surgió durante la práctica.
Esto supondría diseñar las prácticas no para consagrar nada sino para generar preguntas a los alumnos; preguntas que se responderían después con la teoría y a las que, si el tiempo y la programación lo permiten, podrían seguir otras prácticas en las que el alumno consagrase –o fijase, puliese y pusiese en práctica, el verbo que lo ponga quien quiera– el conocimiento adqurido.
El problema, claro está, es que trabajar así supone trabajar el doble. O el triple. Y dedicar muchas horas a supervisar prácticas y a convertir éstas en vehículo de aprendizaje y no en mero trámite para obtener una calificación. También entiendo que no todas las disciplinas son tan inocuas como la realización, la tecnología audiovisual o la interpretación y que no se trata de poner a un estudiante de medicina a operar a corazón abierto para que le surjan dudas sobre el sistema circulatorio como tampoco querría que un aspirante a piloto volase un Boeing 747-800 abarrotado de pasajeros para suscitarle la curiosidad sobre el ángulo de ataque o el efecto Venturi.
Las nuevas tecnologías, además, ofrecen grandes posiblidades en este sentido, permitiéndonos que algunas de esas prácticas sean “simuladas” y permitiendo una interacción profesor-alumno en horarios y distancias impensables hasta no hace mucho. Es lo que se llama la “Flipped Classroom” (Acepto sugerencias de traducción) que en ciertas enseñanzas básicas como las matemáticas ha demostrado tener grandes posibilidades aquí o aquí.
Pero estoy seguro de que en la práctica totalidad de las disciplinas es posible partir de la práctica, obligar con ello a los alumnos a cuestionarse para, acto seguido, responder a las preguntas que –ahora sí– esos alumnos (o al menos la mayoría de ellos) se han formulado al enfrentarse a la realidad práctica.
Mientras no lo hagamos y nos empeñemos en seguir dando respuestas a preguntas que nadie nos ha hecho, será complicado resultar más interesante en un aula que Facebook, Twitter o el último vídeo de gatos de Youtube.