Al fin había conseguido despejarse su agenda para poder dedicar una semana entera a escribir. «Nada de reuniones improductivas que no conducen a nada», se dijo a sí mismo Guillermo, «Esta semana la tengo que dedicar a cerrar la v1 de Amanecer en Las Hurdes. Sin excusas». Y, definitivamente, había conseguido que todo estuviese dispuesto para trabajar: el portátil actualizado y en plena forma; las tarjetitas Din-A6 con el resumen de cada secuencia perfectamente ordenadas en el tablón de corcho; siete tacos idénticos de post-it de colores para introducir variaciones en la trama «porque siempre se me ocurre algo sobre la marcha» y, lo más importante de todo, su mujer y sus hijos lejos de allí, en el apartamento de La Albufereta, donde no pudiesen tentarle con salidas a cenar pizza, aventuras en el parque o una escapadita al cine a ver la última de Pixar.
Guillermo sabía que esa era la semana ideal para terminar de escribir su tercer largometraje y tenía que aprovecharla al 100%. Por eso, sentado frente al ordenador, se sintió levemente molesto al darse cuenta de que no se había acordado de poner el lavavajillas la noche anterior. «No pasa nada. Me levanto, lo pongo y a currar», se autojustificó. Y allí que fue, a la cocina.
Por el camino recogió un par de camisetas sucias y sus zapatillas de hacer deporte. No era negociable, tenía que poner una lavadora. Total, ¿cuánto tiempo puede llevar poner una lavadora y un lavavajillas? ¿Treinta segundos? Incluso menos. Lo que pasa es que, al ir a meter una vieja sartén en el lavaplatos, descubrió que la puerta del armario de las sartenes estaba descuadrada y aquello no podía quedar así. Había que arreglarlo. «Total, será cosa de cinco minutos».
Cuatro días más tarde, Guillermo había arreglado siete muebles de cocina, desmontado dos estanterías Billy –«porque crujían al hacer “ñiqui ñiqui” con la mano»–, puesto dieciséis lavadoras, ordenado el trastero, reparado el riego automático de la terraza y ayudado a un vecino a hacer su mudanza a Cuenca «porque, pobrecito, no le podía dejar comerse ese marronazo, recién divorciado». Su semana, en resumen, había quedado reducida a tres días y aún no había escrito la primera línea de Amanecer en Las Hurdes.
No obstante, aún era posible escribir su largo en tres días: en sus buenos tiempos, él había escrito treinta páginas al día sin ninguna dificultad. ¿Qué era lo peor que le podía pasar? ¿Que luego tuviese que revisarlo a fondo?
–Lo importante es quitarse la primera versión de en medio –dijo en voz alta. Y se puso a escribir.
No había pasado de la página tres cuando sonó el teléfono. Martín, su amigo Martín, que hacía años que no venía por Madrid, estaba en Callao y buscaba algún plan para esa misma noche. Guillermo sabía que tenía que decir que no, lo sabía perfectamente. Sabía que si salía no sólo perdería esa noche, sino la mañana siguiente y, en función del consumo de alcohol, incluso la tarde o la noche del día siguiente. Sin embargo, escuchó asombrado como de sus labios salían las palabras “Claro, coño. Estoy ahí en diez minutos.”
Cuatro ibuprofenos más tarde, Guillermo volvió a leer las tres páginas que llevaba escritas y llegó a la conclusión de que no estaban demasiado bien. Tampoco estaban demasiado mal, pero, la verdad, para ser el resultado de cinco días y medio de trabajo daban un poco de vergüenza ajena. «¿Y si resulta que Emile Zola no era un tiquismiquis del lenguaje sino un juerguista indómito y por eso escribía tan despacio?», pensó Guillermo, «Quizás por eso presumía de que le llevaba días encontrar una palabra. Porque se pasaba el día borracho de café en café». Y borró las tres páginas porque, si Emile Zola las hubiese leído, seguramente le hubiese prendido fuego al ordenador, con funda y todo.
Guillermo tenía 72 horas para terminar Amanecer en Las Hurdes. Y, si no lo terminaba, por lo menos tenía que pegarle un buen empujón. Un empujón mediano. Como mínimo, llegar hasta la página 15.
Aquella noche, Guillermo rindió como nunca había rendido hasta ahora. Se llevó la cafetera de cápsulas al despacho, se encerró dentro y estuvo escribiendo hasta que los párpados se le desparramaron sobre la mesa y las legañas le impidieron distinguir si había escrito campesino o camposanto.
Nueve páginas. Había escrito nueve páginas y la historia tenía muy buena pinta. Sólo tenía que echarse una cabezadita y retomar donde lo había dejado. Iba a cumplir su objetivo de dejar la película bien encarrilada.
Movido por niveles de autodisciplina nunca antes conocidos, Guillermo se levantó al primer toque del despertador, se preparó otro café, se tomó dos Almax, un omeprazol y un puñado de anfetas para, sin cambiarse la ropa interior, escribir otras siete páginas de un tirón. «Dieciseis páginas en un día. Soy una máquina, sí señor».
Entonces pasó: uno de los personajes secundarios entró al bar del pueblo y dijo –Cuando se muera el último del pueblo, no lo dirán en el telediario. –Y a Guillermo se le encendió una bombilla. ¿Qué hacía él intentando contar una historia de amor rural? Si él lo más cerca que había estado de un pueblo era en vacaciones. O cuando se habían perdido intentando tomar un café en alguna autovía. La historia que él tenía que contar era otra.
Lanzó las tarjetas Din-A6 a la papelera y empezó a rellenar Post-it como un poseso: post-it rojos para la trama de la reportera enviada al medio rural; post-it verdes para la trama del hijo del último habitante del pueblo; post-it amarillos para la trama político-oficial… Aquello iba a ser como El ala oeste de la Casa Blanca pasado por Amanece que no es poco y una peli de Kusturika.
A punto estaba de quedarse sin post-it, cuando su mujer entró por la puerta con los niños y le encontró pletórico, colgando un corcho en la pared del que rezumaban papelitos de colores como si fuese un maniquí de Ágata Ruiz de la Prada.
–¿Cómo ha ido? ¿Has terminado la primera versión, cariño? –preguntó ella.
–No, Amanecer en Las Hurdes ha muerto. Ahora estoy escribiendo El último que apague la luz.
Ella hizo una pausa valorativa, pero tomó la senda de la diplomacia –¿Y has avanzado mucho?
–En un mes lo tengo terminado.
Ella asintió y empezó a deshacer las maletas. Otra vez.