–¡Corten! –El grito del director pilló a Marieta haciendo las últimas marcas de lapicero sobre el guión. Había siete personajes en escena y sabía que no podía perder detalle; su papel era controlar el raccord y eso pasaba por controlar el atrezzo, el vestuario y la peluquería de los siete actores, pero, sobre todo, por controlar la marea de gestos, giros de cabeza y acciones que acompañaban a sus tres páginas de diálogo.
–¡Pasamos al corto de Juan Carlos –gritó el Ayudante de dirección. Y Marieta pudo oler el ozono en el aire, como si una tormenta eléctrica se acercase a toda velocidad.
Juan Carlos Aznarez era una vieja gloria del cine español, bien entrado en los sesenta, que aceptaba rodar cualquier guión razonablemente bien pagado con una única condición: que le dejasen hacer lo que le saliese de los cojones. Marieta sabía eso, todo el equipo sabía eso y el propio Juan Carlos jugaba con esa cláusula no escrita a su antojo. Esa cláusula venía a decir que si ella o cualquier otro miembro del equipo osaban indicarle que en el plano general sostenía su copa de Whisky con la mano derecha, el señor Aznarez montaría en cólera y se marcharía del rodaje dando voces al grito de “¡Pero os creéis que yo empecé a hacer cine ayer o qué, panda de novatos!”, encerrándose en su camerino y retrasando la marcha del rodaje durante un periodo de tiempo indefinido que raramente duraba más de cuatro horas pero nunca menos de dos.
Por eso, cuando Marieta vio que Juan Carlos Aznarez sostenía su copa en la mano izquierda, dudó durante unos segundos antes de comentárselo al director, un chiquito joven, talentoso pero tirando a tímido que, sin atreverse a mirarla a los ojos le dijo–: De acuerdo, díselo tú.
«Ah, el cine, ese oficio de valientes» pensó Marieta y, con su mejor sonrisa, se acercó a Aznarez quien le dedicó una mirada de arriba a abajo que reflejaba su absoluto desinterés por cualquier cosa que tuviera que decirle.
–¿En qué puedo ayudarte, guapetona? –le espetó el actor.
–Es que tengo una duda, Juan Carlos. ¿Estás seguro de que llevabas la copa en la mano izquierda?
–Dímelo tú, reina, que para eso eres la script.
Marieta sabía que sus escasas posibilidades de éxito pasaban por convertir esta conversación en un triunfo de Aznarez y no suyo. Por eso respondió.
–Pues no lo sé, Juan Carlos. No lo he apuntado, la verdad. Fallo mío.
Aznarez sonrió. Marieta sintió su ego hincharse bajo el carísimo traje de Armani y, con una mano, tapó discretamente la nota sobre su guión donde se leía nítidamente “Aznarez Vaso Mano D”. Era improbable que un chimpancé como Aznarez entendiese la nota, pero mejor no arriesgarse.
–Desde luego, cada vez venís menos preparados. Esto en la vieja escuela no pasaba –remató Aznarez. Y, sin casi moverse del sitio, repasó el texto mentalmente y, cuando llegó al punto en que cogía la copa, se dio cuenta. Miró su mano, vio la copa en la mano izquierda y, con toda la naturalidad del mundo, se la cambió de mano. Al levantar la vista y apenas durante una milésima de segundo, miró a Marieta a los ojos y ella pudo sentir que había sido descubierta. Él la miró, ella aguanto la mirada y la posición de cada cual en la cadena trófica hizo el resto. Juan Carlos Aznarez nunca iba a reconocer una cosa así en voz alta y ella no iba a desacreditarle.
–En la mano derecha. Llevaba la copa en la mano derecha, chiqui –cerró la discusión Aznarez.
Marieta sonrió, le dio las gracias y mientras se daba la vuelta, pudo oír el suspiro de alivio del director. Por una vez, no tendrían que sacarle del camerino a rastras entre disculpas y alabanzas. El rodaje podía continuar y, si tenían suerte, ese día terminarían a tiempo.