Uno de los temas de conversación preferidos de los profesores de enseñanzas post obligatorias suele ser “lo mal que vienen los alumnos de hoy en día”. Así, indignados y café en ristre, se comentan las carencias que presentan los alumnos de la última hornada en áreas del conocimiento donde el portador del café con leche no tenía ninguna. Escuchar cosas como “No se han leído El Quijote”, “No saben nada de física” o “Carecen de cualquier conocimiento de historia antigua” es absolutamente frecuente.
Que a los mayores de 35, los menores de 25 nos producen un terror indescriptible es un fenómeno tan antiguo como la humanidad. Estoy completamente seguro de que algún día alguien descifrará un jeroglífico en la pirámide de Keops donde, con algún matiz, se podrá leer lo siguiente: “Los jóvenes de hoy en día están echando a perder el conocimiento adqurido a lo largo de siglos”. Y, sin embargo, la realidad parece empeñada en llevarnos la contraria. Muchos siglos después de los egipcios, esos “jóvenes” inventaron la máquina de vapor, el ferrocarril, la penicilina, la electricidad, internet… ¿Pero no iban a echar por tierra los conocimientos de generaciones?
Si en algo tengo que darles la razón a los antiguos egipcios y a mis compañeros de profesión es en que, efectivamente, mis alumnos de hoy en día, enfrentados a la tarea de construir una pirámide, no tendrían ni puñetera idea de por dónde empezar. Pero seamos sinceros: yo tampoco. Y es que muy a menudo se nos olvida preguntarnos si esos conocimientos que “se pierden” no se ven sustituidos por otros. Yo no sé predecir el tiempo mirando al cielo como mis antepasados, pero sé utilizar herramientas en la web de la Agencia Española de Meteorología que mi padre jamás soñó con poder utilizar. Mis alumnos no saben de memoria que el Tajo desemboca en Lisboa pero saben usar google maps para filtrar posibles localizaciones para un rodaje sin necesidad de tener que echarse a la calle y conducir durante varias horas.
Con esto no pretendo caer en el optimismo infinito del que cree que con la llegada de internet no es necesario aprender porque el conocimiento “está ahí”. Más bien al contrario, creo que con la llegada de internet es necesario aprender otras cosas que antes no sabíamos. Por ejemplo, necesitamos aprender a contrastar información. Yo recibo correos-bulo todas las semanas, enviados casi todos por gente inteligentísima; gente que se sabe de memoria todos los ríos de España y sus afluentes, capaces de construir una pirámide con sus propias manos y con una memoria enciclopédica. ¿Son idiotas? No, pero siguen creyendo el viejo axioma de “si mi fuente es fiable, la noticia es fiable” y como el correo se lo envía su hermano, lo reenvían. Error. En la era de internet, por muy fiable que sea tu fuente, contrasta la información o corres el riesgo de esparcir por ahí el teléfono de una pobre muchacha que no sólo no va a sacrificar a doce podencos preciosos sino que además no entiende por qué hace tres años que le llama gente interesándose por unos perros que ella no tiene ni ha tenido jamás.
A lo largo de la historia, determinadas competencias van sustituyendo a otras en la medida en qué las nuevas van siendo más útiles para sobrevivir que las antiguas. Muchos de mis alumnos hace años que han aprendido a comprobar los rumores que les llegan a sus correos o redes sociales. Otros no.
Y esto nos lleva al otro meollo de la cuestión. . Creo que todos tenemos memoria selectiva cuando recordamos nuestros años de estudiante. O eso o yo estudié en el peor instituto del mundo y no me había dado cuenta hasta ahora. En mi clase, sólo cuatro nos leímos todos los capítulos de “El Quijote” escogidos por la profesora. El resumen “a medida” de las obras de lectura obligatoria cotizaba a un precio que oscilaba entre un bocadillo de mortadela con queso si se pedía con varias semanas de antelación y bocadillo de bacon con queso (el más caro) con donut de chocolate y Coca Cola cuando se pedía apenas horas (o minutos) antes de la entrega. En mi clase de 3º de BUP había gente que escribía muy bien y leía mucho, gente que ni lo uno ni lo otro y auténticos pedazos de carne con ojos que transitaban por el instituto como vacas al matadero. En la universidad era exactamente igual. No recuerdo haber estado jamás en esas clases brillantes que mis compañeros de profesión rememoran donde “Todos habíamos leído el Quijote, todos sabíamos los Ríos de España de memoria y todos podíamos citar a Platón de carrerilla”.
Por eso, cuando yo miro a mis alumnos de hoy no veo el desastre generalizado que ven mis compañeros, veo la misma diversidad que veía en mis compañeros de clase cuando yo estudiaba. Veo gente brillante a la que le salen bien las prácticas y los exámenes, gente menos brillante a la que le sale todo un poquito peor, auténticos burros con zapatillas Nike y, de vez en cuando, gente muy brillante a la que, por algún motivo, los exámenes le salen de pena y las prácticas se les atragantan. Pero eso da para otro post, claro…