Este pasado fin de semana millones de personas se han sentido morir –literalmente– o tocar el cielo en función del resultado de un partido de fútbol. He oído a mis vecinos gritarle al televisor, aullar por las ventanas y todos hemos visto a gente perfectamente normal dar muestras de un comportamiento que, examinado objetivamente, podría ser confundido con histeria colectiva o epilepsia. Y sin embargo, éste no va a ser un post para criticarles, ni para decir que me parece mal toda la energía dedicada al fútbol, no. A mí lo que me da todo esto es mucha envidia. Pero mucha. Porque jamás he conseguido sentirme parte de esas instituciones colectivas que hacen que la gente grite y se exalte. Ni el fútbol, ni el baloncesto, ni el ciclismo me han hecho nunca pegarle un grito al televisor. Pero tampoco unas elecciones han conseguido que me convierta en un ferviente defensor de tales o cuales...