Mientras metía un punto más de regulador, Manolo fijó su vista en los carriles. Aquel brillo no presagiaba nada bueno. Llovía sin parar desde hacía varios días y las rampas pasado Teixeiro ya le habían dejado tirado varias veces. La “mil novecientos” era una buena locomotora pero setecientas toneladas de carbón eran muchas toneladas. El acero pulido de los carriles no ayudaba; con la lluvia y el frío, las ruedas se resistían a traccionar y en ocasiones no quedaba otra que darse por vencido y esperar a que vinieran a darle doble tracción desde Monforte.
Por eso, cuando vio la señal avanzada de Teixeiro en verde, metió otro punto de regulador y escuchó los motores rugir a sus espaldas. Él cenaba en casa esa noche por cojones. La estación de Teixeiro se acercaba a buena velocidad y tardó unos segundos en verle; era una silueta apenas visible bajo la lluvia, un cuerpo al borde del andén con aire de estar esperando un tren. ¿Qué tren? -pensó Manolo -Si no hay regionales hasta mañana.
Y, justo en ese instante, lo entendió. No tuvo tiempo de reaccionar. La sombra saltó a la vía, justo frente a sus faros y, para cuando él aporreó la “seta”, ya hacía un par de segundos que el bulto había desaparecido bajo sus ruedas. Escuchó a los frenos luchar contra la inercia unos larguísimos segundos. Diez, veinte… Toda esa inercia que antes era su aliada ahora alejaba el tren varios centenares de metros del punto al que, según el protocolo, debía volver para inspeccionar la vía.
Puto horror. Con el último quejido de los frenos, Manolo dio aviso al CTC y se dispuso a coger su chaleco y la linterna.
Le tocaba recorrer casi quinientos metros hasta el lugar del arrollamiento. Quinientos pasos para imaginarse lo que iba a encontrar; desde las amputaciones más dantescas hasta las muertes más idiotas.
A medida que se acercaba, se sorprendió al ver que la figura parecía estar muy entera, justo entre los dos carriles. Unos metros más atrás las señales de cola del último vagón parpadeaban bajo la lluvia y, a lo lejos, empezaban a oírse las sirenas de los servicios de emergencia.
Estaba ya a solo unos metros cuando le vio mover el brazo. “La madre que lo parió -pensó Manolo- el muy cabrón está vivo”. Y al llegar a su lado vio que, efectivamente, tenía una brecha enorme, pero movía un poco una mano y respiraba perfectamente.
Los técnicos de la UVI móvil lo confirmaron: aquel anciano había sobrevivido a ser sobrepasado por una locomotora y diez tolvas de mineral leonés. Ni una sola vez, durante todo el recorrido a pie, se le había ocurrido está posibilidad. Quinientos pasos para considerar las mejores y peores opciones y jamás habría pensado en ésta.
Definitivamente Manolo iba a cenar tarde esa noche.